jueves, 22 de noviembre de 2012

Generacion del 900

Generación Del 900

La crítica ha polemizado durante años sobre la llamada Generación del 900, por lo que resulta un tema un tanto escabroso. Podríamos empezar por mencionar algunas definiciones planteadas por Rodríguez Monegal sobre qué es una generación.

En este trabajo él cita algunos autores que van completando un concepto de generación.

Dithey dice: “una generación es un estrecho círculo de individuos que, mediante su dependencia de los mismos grandes hechos y cambios que se presentaron en la época de su receptividad, forma un todo homogéneo a pesar de la diversidad de otros factores”.

Lo que tuvieron en común esta generación no fue solamente que muchos de ellos se conocieron, e incluso se peleaban, sino que compartieron sus textos y creaciones literarias, sintiéndose diferentes y especiales en el mundo hipócrita que les tocó vivir.

Wechssler señala: “a distancias desiguales, se presentaron promociones nuevas, mejor dicho, los voceros y cabecillas de una nueva juventud que se hallan tratado íntimamente por supuesto similares, debido a la situación temporal y, externamente, por su nacimiento dentro de un término limitado de años”.

Habitualmente se dice que una generación sería “coetáneos” que comparten una zona de fechas, por lo general entre unos quince años antes o quince años después de 1900. Por esas fechas publicaron y fueron las figuras más relevantes del momento.

Ortega y Gasset decía: “Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en la historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro, con sus minorías selectas y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada.” “Cada generación postula un cambio en el mundo. La afinidad no procede tanto de ellos como de verse obligados a vivir en un mundo que tiene una forma determinada y única”.

Estos conceptos de Ortega y Gasset arrojan luz a esta generación. Son coetáneos, porque comparten una forma de ver el mundo, una sensibilidad en común, y postulan un cambio de visión. Podría decirse que lo que une a esta generación es el deseo de escandalizar al burgués, de reírse, criticar, denunciar la sociedad pacata e hipócrita que les tocó vivir. Su lema es la rebeldía, y lo hacen desde un lugar despreciativo a todo este mundo de plástico.

Decía Carlos María Domínguez en una entrevista: “Eran vistos como europeizantes, con un grado de afectación que los excluía de la cultura criolla. Educados en colegios privados, salen una manga de degenerados que prueban el opio y que se dedican a mirar a otro lado cuando debían cantar loas a la Patria y a la construcción de la Nación. La suya es la historia de los primeros intelectuales ofuscados con las tradiciones del Río de la Plata”.

Es evidente que esta generación pago un precio muy caro por su descaro. La mayoría de ellos terminaron con muertes jóvenes o desterrados, encerrados y hasta suicidándose. El más provocador de todos, que curiosamente fue el que duró más, Roberto de las Carreras, terminó loco en un hospital de Paysandú.

Uno de los elementos que los unió en un principio fue la moda del modernismo. Se dejaron fascinar por la publicación del nicaragüense Rubén Darío, quien marcó un “principio” (aunque esto también es discutible) con su libro “Azul”.

Las nuevas modas, las críticas a la sociedad, llevaron a una efervescencia cultural poco antes vista. Los poetas se juntaban en cafés literarios, en cenáculos, en “La torre de los Panoramas” (casa de Herrera y Reissig) y compartían sus creaciones. Escribían en folletines, en columnas de periódicos, se insultaban y debatían con altura, hasta que tal ya no podía sostenerse, entonces podían llegar al duelo. Y a veces eso sólo empezaba por una simple apreciación de la poesía del otro.

De esta generación podemos rescatar algunos nombres muy conocidos:

En la narrativa a Quiroga y a Vianna. En la lírica a Delmira, María Eugenia Vaz Ferreira, Julio Herrera y Reissig y Roberto de las Carreras. En dramática a Florencio Sánchez. Y en el ensayo a Rodó y a Carlos Vaz Ferreira.

Genero Dramatico

Genero Dramatico



En tranvía
Los últimos fríos del invierno ceden el paso a la estación primaveral, y algo de fluido germinador flota en la atmósfera y sube al purísimo azul del firmamento. La gente, volviendo de misa o del matinal correteo por las calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvía del barrio de Salamanca. Llevan las señoras sencillos trajes de mañana; la blonda de la mantilla envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras; arrollado a la muñeca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el puño del encas, un haz de lilas o un cucurucho de dulces, pendiente por una cintita del dedo meñique. Algunas van acompañadas de sus niños: ¡y qué niños tan elegantes, tan bonitos, tan bien tratados! Dan ganas de comérselos a besos; entran impulsos invencibles de juguetear, enredando los dedos en la ondeante y pesada guedeja rubia que les cuelga por las espaldas.
En primer término, casi frente a mí, descuella un «bebé» de pocos meses. No se ve en él, aparte de la carita regordeta y las rosadas manos, sino encajes, tiras bordadas de ojetes, lazos de cinta, blanco todo, y dos bolas envueltas en lana blanca también, bolas impacientes y danzarinas que son los piececillos. Se empina sobre ellos, pega brincos de gozo, y cuando un caballero cuarentón que va a su lado -probablemente el papá- le hace una carantoña o le enciende un fósforo, el mamón se ríe con toda su boca de viejo, babosa y desdentada, irradiando luz del cielo en sus ojos puros. Más allá, una niña como de nueve años se arrellana en postura desdeñosa e indolente, cruzando las piernas, luciendo la fina canilla cubierta con la estirada media de seda negra y columpiando el pie calzado con zapato inglés de charol. La futura mujer hermosa tiene ya su dosis de coquetería; sabe que la miran y la admiran, y se deja mirar y admirar con oculta e íntima complacencia, haciendo un mohín equivalente a «Ya sé que os gusto; ya sé que me contempláis». Su cabellera, apenas ondeada, limpia, igual, frondosa, magnífica, la envuelve y la rodea de un halo de oro, flotando bajo el sombrero ancho de fieltro, nubado por la gran pluma gris. Apretado contra el pecho lleva envoltorio de papel de seda, probablemente algún juguete fino para el hermano menor, alguna sorpresa para la mamá, algún lazo o moño que la impulsó a adquirir su tempranera presunción. Más allá de este capullo cerrado va otro que se entreabre ya, la hermana tal vez, linda criatura como de veinte años, tipo afinado de morena madrileña, sencillamente vestida, tocada con una capotita casi invisible, que realza su perfil delicado y serio. No lejos de ella, una matrona arrogante, recién empolvada de arroz, baja los ojos y se reconcentra como para soñar o recordar.
Con semejante tripulación, el plebeyo tranvía reluce orgullosamente al sol, ni más ni menos que si fuese landó forrado de rasolís, arrastrado por un tronco inglés legítimo. Sus vidrios parecen diáfanos; sus botones de metal deslumbran; sus mulas trotan briosas y gallardas; el conductor arrea con voz animosa, y el cobrador pide los billetes atento y solícito, ofreciendo en ademán cortés el pedacillo de papel blanco o rosa. En vez del olor chotuno que suelen exhalar los cargamentos de obreros allá en las líneas del Pacífico y del Hipódromo, vagan por la atmósfera del tranvía emanaciones de flores, vaho de cuerpos limpios y brisas del iris de la ropa blanca. Si al hacerse el pago cae al suelo una moneda, al buscarla se entrevén piececitos chicos, tacones Luis XV, encajes de enaguas y tobillos menudos. A medida que el coche avanza por la calle de Alcalá arriba, el sol irradia más e infunde mayor alborozo el bullicio dominguero, el gentío que hierve en las aceras, el rápido cruzar de los coches, la claridad del día y la templanza del aire. ¡Ah, qué alegre el domingo madrileño, qué aristocrático el tranvía a aquella hora en que por todas las casas del barrio se oye el choque de platos, nuncio del almuerzo, y los fruteros de cristal del comedor sólo aguardan la escogida fruta o el apetitoso dulce que la dueña en persona eligió en casa de Martinho o de Prast!
Una sola mancha noté en la composición del tranvía. Es cierto que era negrísima y feísima, aunque acaso lo pareciese más en virtud del contraste. Una mujer del pueblo se acurrucaba en una esquina, agasajando entre sus brazos a una criatura. No cabía precisar la edad de la mujer; lo mismo podría frisar en los treinta y tantos que en los cincuenta y pico. Flaca como una espina, su mantón pardusco, tan traído como llevado, marcaba la exigüidad de sus miembros: diríase que iba colgado en una percha. El mantón de la mujer del pueblo de Madrid tiene fisonomía, es elocuente y delator: si no hay prenda que mejor realce las airosas formas, que mejor acentúe el provocativo meneo de cadera de la arrebatada chula, tampoco la hay que más revele la sórdida miseria, el cansado desaliento de una vida aperreada y angustiosa, el encogimiento del hambre, el supremo indiferentismo del dolor, la absoluta carencia de pretensiones de la mujer a quien marchitó la adversidad y que ha renunciado por completo, no sólo a la esperanza de agradar, sino al prestigio del sexo.
Sospeché que aquella mujer del mantón ceniza, pobre de solemnidad sin duda alguna, padecía amarguras más crueles aún que la miseria. La miseria a secas la acepta con feliz resignación el pueblo español, hasta poco hace ajeno a reivindicaciones socialistas. Pobreza es el sino del pobre y a nada conduce protestar. Lo que vi escrito sobre aquella faz, más que pálida, lívida; en aquella boca sumida por los cantos, donde la risa parecía no haber jugado nunca; en aquellos ojos de párpados encarnizados y sanguinolentos, abrasados ya y sin llanto refrigerante, era cosa más terrible, más excepcional que la miseria: era la desesperación.
El niño dormía. Comparado con el pelaje de la mujer, el de la criatura era flamante y decoroso. Sus medias de lana no tenían desgarrones; sus zapatos bastos, pero fuertes, se hallaban en un buen estado de conservación; su chaqueta gorda sin duda le preservaba bien del frío, y lo que se veía de su cara, un cachetito sofocado por el sueño, parecía limpio y lucio. Una boina colorada le cubría la pelona. Dormía tranquilamente; ni se le sentía la respiración. La mujer, de tiempo en tiempo y como por instinto, apretaba contra sí al chico, palpándole suavemente con su mano descarnada, denegrida y temblorosa.
El cobrador se acercó librillo en mano, revolviendo en la cartera la calderilla. La mujer se estremeció como si despertase de un sueño, y registrando en su bolsillo, sacó, después de exploraciones muy largas, una moneda de cobre.
-¿Adónde?
-Al final.
-Son quince céntimos desde la Puerta del Sol, señora -advirtió el cobrador, entre regañón y compadecido-, y aquí me da usted diez.
-¡Diez!... -repitió vagamente la mujer, como si pensase en otra cosa-. Diez...
-Diez, sí; un perro grande... ¿No lo está usted viendo?
-Pero no tengo más -replicó la mujer con dulzura e indiferencia.
-Pues quince hay que pagar -advirtió el cobrador con alguna severidad, sin resolverse a gruñir demasiado, porque la compasión se lo vedaba.
A todo esto, la gente del tranvía comenzaba a enterarse del episodio, y una señora buscaba ya su portamonedas para enjugar aquel insignificante déficit.
-No tengo más -repetía la mujer porfiadamente, sin irritarse ni afligirse.
Aun antes de que la señora alargase el perro chico, el cobrador volvió la espalda encogiéndose de hombros, como quien dice: «De estos casos se ven algunos.» De repente, cuando menos se lo esperaba nadie, la mujer, sin soltar a su hijo y echando llamas por los ojos, se incorporó, y con acento furioso exclamó, dirigiéndose a los circunstantes:
¡Mi marido se me ha ido con otra!
Este frunció el ceño, aquél reprimió la risa; al pronto creímos que se había vuelto loca la infeliz para gritar tan desaforadamente y decir semejante incongruencia; pero ella ni siquiera advirtió el movimiento de extrañeza del auditorio.
-Se me ha ido con otra -repitió entre el silencio y la curiosidad general-. Una ladronaza pintá y rebocá, como una paré. Con ella se ha ido. Y a ella le da cuanto gana, y a mí me hartó de palos. En la cabeza me dio un palo. La tengo rota. Lo peor, que se ha ido. No sé dónde está. ¡Ya van dos meses que no sé!
Dicho esto, cayó en su rincón desplomada, ajustándose maquinalmente el pañuelo de algodón que llevaba atado bajo la barbilla. Temblaba como si un huracán interior la sacudiese, y de sus sanguinolentos ojos caían por las demacradas mejillas dos ardientes y chicas lágrimas. Su lengua articulaba por lo bajo palabras confusas, el resto de la queja, los detalles crueles del drama doméstico. Oí al señor cuarentón que encendía fósforos para entretener al mamoncillo, murmurar al oído de la dama que iba a su lado.
-La desdichada esa... Comprendo al marido. Parece un trapo viejo. ¡Con esa jeta y ese ojo de perdiz que tiene!
La dama tiró suavemente de la manga al cobrador, y le entregó algo. El cobrador se acercó a la mujer y le puso en las manos la dádiva.
-Tome usted... Aquella señora le regala una peseta.
El contagio obró instantáneamente. La tripulación entera del tranvía se sintió acometida del ansia de dar. Salieron a relucir portamonedas, carteras y saquitos. La colecta fue tan repentina como relativamente abundante.
Fuese porque el acento desesperado de la mujer había ablandado y estremecido todos los corazones, fuese porque es más difícil abrir la voluntad a soltar la primera peseta que a tirar el último duro, todo el mundo quiso correrse, y hasta la desdeñosa chiquilla de la gran melena rubia, comprendiendo tal vez, en medio de su inocencia, que allí había un gran dolor que consolar, hizo un gesto monísimo, lleno de seriedad y de elegancia, y dijo a la hermanita mayor: «María, algo para la pobre.» Lo raro fue que la mujer ni manifestó contento ni gratitud por aquel maná que le caía encima. Su pena se contaba, sin duda, en el número de las que no alivia el rocío de plata. Guardó, sí, el dinero que el cobrador le puso en las manos, y con un movimiento de cabeza indicó que se enteraba de la limosna; nada más. No era desdén, no era soberbia, no era incapacidad moral de reconocer el beneficio: era absorción en un dolor más grande, en una idea fija que la mujer seguía al través del espacio, con mirada visionaria y el cuerpo en epiléptica trepidación.
Así y todo, su actitud hizo que se calmase inmediatamente la emoción compasiva. El que da limosna es casi siempre un egoistón de marca, que se perece por el golpe de varilla transformador de lágrimas en regocijo. La desesperación absoluta le desorienta, y hasta llega a mortificarle en su amor propio, a título de declaración de independencia que se permite el desgraciado. Diríase que aquellas gentes del tranvía se avergonzaban unas miajas de su piadoso arranque al advertir que después de una lluvia de pesetas y dobles pesetas, entre las cuales relucía un duro nuevecito, del nene, la mujer no se reanimaba poco ni mucho, ni les hacía pizca de caso. Claro está que este pensamiento no es de los que se comunican en voz alta, y, por lo tanto, nadie se lo dijo a nadie; todos se lo guardaron para sí y fingieron indiferencia aparentando una distracción de buen género y hablando de cosas que ninguna relación tenían con lo ocurrido. «No te arrimes, que me estropeas las lilas.» «¡Qué gran día hace!» «¡Ay!, la una ya; cómo estará tío Julio con sus prisas para el almuerzo...» Charlando así, encubrían el hallarse avergonzados, no de la buena acción, sino del error o chasco sentimental que se le había sugerido.
* * *
Poco a poco fue descargándose el tranvía. En la bocacalle de Goya soltó ya mucha gente. Salían con rapidez, como quien suelta un peso y termina una situación embarazosa, y evitando mirar a la mujer inmóvil en su rincón, siempre trémula, que dejaba marchar a sus momentáneos bienhechores, sin decirles siquiera: «Dios se lo pague.» ¿Notaría que el coche iba quedándose desierto? No pude menos de llamarle la atención:
-¿Adónde va usted? Mire que nos acercamos al término del trayecto. No se distraiga y vaya a pasar de su casa.
Tampoco me contestó; pero con una cabezada fatigosa me dijo claramente: «¡Quia! Si voy mucho más lejos... Sabe Dios, desde el cocherón, lo que andaré a pie todavía.»
El diablo (que también se mezcla a veces en estos asuntos compasivos) me tentó a probar si las palabras aventajarían a las monedas en calmar algún tanto la ulceración de aquella alma en carne viva.
-Tenga ánimo, mujer -le dije enérgicamente-. Si su marido es un mal hombre, usted por eso no se abata. Lleva usted un niño en brazos...; para él debe usted trabajar y vivir. Por esa criatura debe usted intentar lo que no intentaría por sí misma. Mañana el chico aprenderá un oficio y la servirá a usted de amparo. Las madres no tienen derecho a entregarse a la desesperación, mientras sus hijos viven.
De esta vez la mujer salió de su estupor; volvióse y clavó en mí sus ojos irritados y secos, de horrible párpado ensangrentado y colgante. Su mirada fija removía el alma. El niño, entre tanto, se había despertado y estirado los bracitos, bostezando perezosamente. Y la mujer, agarrando a la criatura, la levantó en vilo y me la presentó. La luz del sol alumbraba de lleno su cara y sus pupilas, abiertas de par en par. Abiertas, pero blancas, cuajadas, inmóviles. El hijo de la abandonada era ciego.

(La Coruña, 1851-Madrid, 1921) Escritora española. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890, se estableció en Madrid en 1869, un año después de contraer matrimonio. Asidua lectora de los clásicos españoles, se interesó también por las novedades literarias extranjeras. Se dio a conocer como escritora con un Estudio crítico de Feijoo (1876) y una colección de poemas, publicados por F. Giner de los Ríos.

Genero Narrativo

Genero Narrativo

El Hombre Muerto

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.
Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.
La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.
Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!
Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!
¿Aún...? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.
Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.
Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.
Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...
¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?
¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo...
Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.
¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.
...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡ Piapiá!
¿No es eso... ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo...
¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.
Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, porque está muy cansado.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.


Biografia de Horacio Quiroga
Horacio Silvestre Quiroga Forteza nació el 31 de diciembre de 1878 en el
departamento de Salto (Uruguay). Realizó sus estudios primarios, secundarios
y técnicos en Montevideo.
 Desde muy joven demostró interés por la literatura y el ciclismo. Fundó la
“Sociedad de Ciclismo de Salto”, y logró unir en bicicleta las ciudades de Salto
y Paysandú (120 km).
 A la edad de veintidós años comienza a escribir poemas. Toma como
modelos artísticos a Leopoldo Lugones y a Edgard Allan Poe. Colaboró con las
publicaciones “La Revista” y “La Reforma”, y en 1899 fundó la “Revista de
Salto” (publicación literaria).
 En 1890 viaja a París, donde conoce al escritor Rubén Darío, considerado
el precursor del modernismo. Al regresar a su país, ayuda a su amigo Germán
Papini Zas a prepararse para un duelo. Mientras Quiroga inspeccionaba el
arma, ésta se dispara accidentalmente y muere su amigo. Tras esta tragedia
decide radicarse en la Argentina.
En Buenos Aires, donde también se desempeña laboralmente como
docente de castellano, el escritor alcanzaría su madurez profesional.
En 1906 Quiroga se instala en la provincia de Misiones, en las orillas del
Alto Paraná. Allí vive con su esposa, Ana María Cires, con quien tiene dos
hijos: Eglé y Darío. En este momento de su vida, Quiroga se dedica a explotar
sus yerbatales. También es nombrado Juez de Paz en el Registro Civil de San
Ignacio.
 En 1915, inmersa en una crisis depresiva, se suicida su esposa. Quiroga se
vuelve a trasladar a Buenos Aires, donde se desempeña como cónsul de
distrito de segunda clase y luego como cónsul adscrito.
En 1920 funda la “Agrupación Anaconda”, de carácter cultural. El diario
argentino “La Nación” comienza a publicar sus relatos, que gozaban de una
enorme popularidad.
Entre 1922 y 1924 participó como secretario de una embajada cultural en
Brasil. Por mucho tiempo se dedicó a la crítica cinematográfica, escribiendo
para publicaciones como: “Atlántida”, “El Hogar” y “La Nación”.
Hacia 1927 se casa con María Elena Bravo, compañera de escuela de su
hija. En 1932 se radica nuevamente en Misiones, con su esposa y su tercera
hija: María Elena. Como relata Quiroga en numerosas cartas dirigidas al
escritor Enrique Amorín, su esposa no se adaptaba a la vida en el monte, razón
por la cual peleaban frecuentemente.


Genero Lirico

Genero Lirico

EL HOMBRE MÁS BUENO DEL MUNDO
OSCAR BRIBIAN

Aventuran las malas lenguas del avanzado mundo occidental, facultadas de plena libertad para poner en entredicho toda costumbre y creencia arraigada en la humanidad, que la sociedad anda cada vez más desespiritualizada, que los propios integrantes de la Iglesia han perdido la verdadera fe, incluso que Roma hizo el trueque con el Diablo tiempo ha, intercambiando aquella por el poder político y las rentas. Se cuenta también que el cristianismo yace corrompido de arriba abajo, herido de muerte, como un sauce seco en el otoño de su vida, desde los opulentos obispos hasta los pobres sacerdotes de comarca, los primeros introduciéndose en la doctrina buscando el poder y los segundos un medio de vida fácil y tranquilo, aunque cada año el número de teólogos decrezca considerablemente en las aulas pese a la insistente política publicitaria del Papa. Tal vez sea cierto que la tecnología y los avances en la calidad de vida provoquen en el ser humano una sensación de seguridad que los encauce hacia la indiferencia y la apostasía. Incluso cabe aceptar que desde los inicios de los tiempos siempre hubo gente religiosa de profesión, que no de voto, con encubiertas pretensiones económicas y de poder.
Sin embargo, cuentan los hombres más longevos que por esta región hubo una vez un cura, santo para muchos, que no albergaba en su interior ni un ápice de egoísmo, engaño o embuste. No se trataba de un ermitaño escondido a los ojos del mundo, entretenido en cuidar su menudo huerto en soledad evitando el contacto humano, sino todo lo contrario; era un hombre resuelto en la vida diaria, simpático y ferviente seguidor del Creador. Se trataba de una persona bondadosa como no habrá ninguna otra en la historia, aseguran los ancianos que lo conocieron. Aquél cura dirigía una pequeña iglesia románica de un pueblo aragonés que por aquel entonces comenzaba a abrazar la modernidad a principios de los años sesenta, si de modernidad podía hablarse en la España de aquella época, y todos los días de misa los bancos rebosaban de feligreses esperando escuchar unas palabras de optimismo por parte de su pastor de almas preferido.
Nadie recordaba exactamente cuándo había llegado allí aquél hombre, pero nadie discutía la habilidad única que poseía, un don en boca de los más creyentes: la facultad de dotar de esperanza hasta a la persona más necesitada.
Jamás reclamó dinero ni para él ni para la iglesia. Tenía un pequeño huerto a las afueras del pueblo y con las pequeñas cosechas que recogía y vendía en el mercado se las arreglaba para mantener el templo en óptimas condiciones. Esto incluía normalmente quitarle el polvo a los asientos, abrillantar la talla del Santo Cristo del altar mayor, arreglar los desperfectos que surgían en la fachada y comprar velas para las procesiones. También era profesor de la escuela, y se sabe que durante todo el tiempo en que aquel hombre, santo para muchos, ejerció de maestro, ningún niño renegó de la fe y todos ellos estaban ansiosos por adquirir conocimiento, no sólo de Dios y de la religión cristiana, sino de todas las ciencias. Tenía aquélla persona una habilidad especial que sobrepasaba lo humano y lo terrenal incluso. Las más ancianas aseguraban que se trataba de un ángel venido del cielo para ayudar en la prosperidad del pueblo. Y era por esto que, todos los días tras cumplir con sus obligaciones, se dedicaba a vagar por el pueblo en busca de un alma necesitada. Decían que era el hombre más bueno del mundo.
Ocurrió en una ocasión, durante la misa de un domingo cualquiera, que el bebé de una de las feligresas se despertó y se puso a llorar y a dar sonoros berrinches de angustia desgarrando el silencio del templo. Las ancianas más intransigentes reprendieron a la joven por llevar al niño a la iglesia, siendo ella consciente de que la criatura mostraba siempre un carácter irritable y el sueño ligero. No obstante el cura descendió del púlpito con el paso tranquilo y se le acercó a la madre. Tomó al niño en su regazo, como una sabia comadrona, y aquél dejó de sollozar inmediatamente, sumido en el suave y tierno balanceo de los brazos masculinos. Nunca más volvió a llorar aquél niño, ni siquiera cuando se hizo mayor y conoció las penas del mundo.
En otro momento este buen servidor de Dios se encontró con una niña llorando en el patio de la escuela. La chiquilla estaba sentada echándose mano a su rodilla dolorida y ensangrentada después de una caída jugando a la pelota. El cura se le acercó y miró su herida:
—No llores, mi niña— dijo—, es apenas un rasguño. Ya verás como pronto te curarás.
La muchacha detuvo el llanto por la tranquilidad de las palabras, permitiendo que aquel hombre de rostro agradable y pelo cano la llevara en brazos hasta su casa, y allí su madre le aplicó un vendaje para cortar la pequeña hemorragia. Nunca más tuvo aquella niña ninguna herida, ni siquiera un rasguño, pese a la cantidad de ocasiones en que puso en peligro su vida como reportera de guerra.
Tiempo después hubo un trágico accidente en el pueblo. Un joven que marchaba temprano a trabajar a la ciudad perdió la vida cayendo con su motocicleta por un despeñadero de la carretera. La madre, deshecha, no tenía fuerzas para abandonar el velatorio. El cura se le acercó y le dijo:
—Tu hijo está a salvo en el Cielo, no temas por él, porque ya no está sufriendo. Dios le protegerá de ahora en adelante y por siempre en el Reino de los Cielos. Pero, ¿no es cierto que aún te queda otro hijo? ¿éste más joven y desvalido que el fallecido? Pues sécate esas lágrimas y vuélcate en él, dale todo tu amor y apoyo ahora que lo necesita, hazle saber que él es lo más valioso para ti en este mundo, y nunca te rindas. De esta forma él se reestablecerá de la pérdida de su hermano y será un hombre más prudente y nunca lo perderás.
Aquel hijo nunca tuvo un solo accidente pese a sus continuos viajes por el país como transportista, y la madre tuvo la fortuna de verlo madurar con los años.
Este cura, querido por todos, recibió una vez la visita nocturna de un vecino que había perdido su empleo. El hombre se presentó abatido y desesperanzado en casa del religioso en busca de ayuda, y éste le ofreció asiento y conversación. Después de oír las razones del despido y los lamentos, el cura contestó:
—Mira, el señor nos regala algo muy valioso desde que nacemos. Nuestro corazón, y éste no debe estar afligido porque entonces no podrás alzar la cabeza y solucionar tus problemas. Arréglate, ponte tu mejor ropa, ve a la ciudad y busca otro empleo.
El hombre alzó el rostro, recuperando de pronto el orgullo, y corrió a su casa para prepararse e ir a la ciudad con el primer autobús de la mañana. Pocas horas después volvió al pueblo lleno de júbilo, habiendo firmado un contrato de trabajo mucho mejor que el anterior.
Visitaba a diario el confesionario una viuda que había perdido las ganas de vivir, y por esto mismo se culpaba ella. Su marido había muerto varios meses atrás, y sus hijos y nietos llevaban tiempo sin visitarla, desde el entierro, por lo que había perdido toda ilusión en la vida. Un día el cura, tras darle vueltas al asunto durante días, le contestó:
—Compréndalo, mujer, es la vida. Quieren correr y conocer mundo todos ellos, pero al final se darán cuenta de que lo primero es la familia. No se apure si mientras tanto no lo comprenden. No dedique su tiempo a esperarles, sea independiente de ellos ahora que puede. Plante un jardín y cuide sus flores, cómprese un lindo perrito o una gata mimosa, lea en el hogar de su casa historias junto al fuego y camine por el parque mientras su brazo pueda sostener el bastón. Observe la evolución de la gente que pasa por la plaza, pues también es bonito observar el paso del tiempo y el quehacer de las personas. Usted debe enorgullecerse, y no estar triste, pues es una experta de la vida, y todavía le quedan por enseñar muchos consejos.
La anciana realizó todo esto y se convirtió en la mujer más dichosa del pueblo. Se dedicaba a cuidar el pequeño jardín de su parcela y observar a la gente pasar frente a su casa, y los miraba a todos ellos, contenta, junto a su gata Doraida, con la sabia mirada de la experiencia, porque ella ya había superado todos los obstáculos de la vida y nunca más volvería a preocuparse. Mientras tanto recibía a las jóvenes madres que le pedían consejo de abuela, y se divertía por las tardes leyendo poemas e historias de aventuras.
Un invierno, mientras el párroco conducía su carromato para recoger leña en el bosque, encontró a la salida del pueblo sobre el puente de piedra a un hombre vestido todo de negro y encaramado peligrosamente a la barandilla. Con la niebla de la mañana apenas había visibilidad, pero al acercarse pudo distinguir la elegante túnica de pana que envolvía al sujeto de arriba abajo. Se trataba de un individuo de elevada estatura. Los zapatos negros de refinado detalle y los guantes de piel, que protegían sus nerviosos dedos del intenso frío, predecían el rostro embozado bajo la capucha de un hombre distinguido, envuelto en lágrimas de chiquillo.
Resultó ser Alfonso, uno de los hombres más ricos del pueblo, quien quería quitarse la vida de forma tan trágica. Se había visto obligado a cerrar el negocio debido a una crisis en el sector y había perdido toda su fortuna. Cuando el cura se apeó del asiento el hombre lo rehuyó con voz insegura de huérfano. Pese a esto el religioso insistió y se arrimó a su lado, pese a las amenazas del arruinado por lanzarse al río.
—Escúchame, Alfonso, ¿no es acaso suficiente fortuna para todo hombre tener salud y descendencia? Aún no eres un anciano, conservas la energía y el talento de los jóvenes y la experiencia de la madurez. No te rindas porque muchos lo apostarían todo jugando con esas cartas. Puedes rehacer tu vida cuando quieras, aún tienes tiempo de luchar y recobrar lo que fue tuyo.
Con sólo estas palabras Alfonso se reanimó de pronto y, como despertando de una pesadilla, se armó de valor y regresó al despacho de su casa para trabajar en un nuevo proyecto. Poco después uno de sus inventos revolucionó el mercado textil, y los nuevos negocios que abrió le devolvieron la fortuna y le regalaron su foto en los periódicos.
Llegó la primavera y con ella la inspiración de los artistas. Una joven se entretenía todos los años pintando en el prado con sus pinceles y su caballete. Tenía madera de artista, pero los nervios siempre la traicionaban cuando la gente la estaba observando. Una mañana, mientras ella luchaba por concentrarse bajo la atenta mirada de una docena de jóvenes de su misma edad, el cura se le acercó, y viendo que apenas había plasmado nada en el papel, le sugirió:
—Olvídate de las gentes. Concéntrate escuchando los reservados lamentos de los árboles, a los pájaros que cantan ufanos en ellos, al lago que descansa en el valle, y ellos te contarán sus historias, trazarán sus esbozos en el aire y en tu imaginación para que tú los plasmes en el papel. Y desde aquel día ya nunca se le vio temblar el pulso a tan hasta entonces insegura artista, y dibujó con tanto arte sus cuadros que muy pronto se los aceptaron en una exposición en la capital y todo el mundo quiso adquirir sus obras durante años.
Con el transcurso del tiempo quedó comprobado que ningún problema en el alma de las personas quedaba fuera del alcance reparador del inusual presbítero. No obstante sucedió en una ocasión que su optimismo hubo de ceder tras la conversación con un joven labriego enamorado.
El desafortunado encuentro ocurrió durante la mañana de un sábado. El cura paseaba rutinariamente por un caminito en el parque, pensando en la belleza del mundo y en la inmensa suerte que tenía él porque el cielo le hubiese otorgado un don divino, cuando de pronto atisbó a un joven sentado en un banco junto a los arbustos, con los brazos cruzados y la cabeza hundida en ellos, y el religioso pensó que se lamentaba en silencio. Se acercó al mozo, y en cuanto vio el rostro con los ojos acuosos y las lágrimas surcándole las mejillas trató de adivinar la desdicha:
—¿Qué es eso que te duele tanto en el alma? ¿Por qué lloras?
—Por amor, padre, por amor.
—Entiendo. ¿no has sido correspondido?
—No es eso, padre— sonrió el muchacho—. Todo lo contrario. Lloro de alegría, de felicidad incontenible, porque no puedo creer que mi chica quiera casarse conmigo. ¡Una joven tan bonita querer casarse con un pueblerino como yo, con todos esos chicos de ciudad que llegan aquí los veranos conduciendo sus flamantes coches!
El cura sonrió entonces y, asintiendo con la cabeza, prosiguió su camino. Pero cuando llevaba varios metros andando se puso a meditar en el asunto. Recordó que nunca había amado de esa forma tan humana, y por lo tanto no podía comprender en absoluto la felicidad de aquel muchacho. De pronto el rostro del honrado optimista languideció, y la eterna sonrisa que marcaba su cara se disipó como la niebla que envuelve la mentira y al final se descubre. Y continuó su camino vagando interminablemente sin rumbo por el mundo, tácito, buscando respuesta al único problema que el hombre más bueno del mundo jamás solucionó.


Biografia de Oscar Bribian

Óscar Bribián (Huesca, 1979) reside en Zaragoza.
Diplomado en Administración de Empresas por la ESAE (Escuela Superior de Administración de Empresas) y Diplomado en Relaciones Laborales por la Universidad de Zaragoza.


Oscar Bribian